Carmen tiene 82 años y ha soportado lo insoportable en una vida, la muerte de su marido, una hija y dos nietos, y ahora «eso», el virus que no ha podido con ella. «En el hospital pensé de todo, hasta en explicarle a mi hija dónde tengo lo de los muertos para que no se volviera loca cuando me pasara algo»
Carmen ha soportado lo insoportable. La muerte de su marido, de una hija y de dos nietos pequeños, que eso, se mire por donde se mire, «no es ley de vida ni de justicia». Ha bordado siendo costurera todo lo que un corazón puede llevar escrito en una vida y con todo y con eso ha llegado a vencer el peor de los miedos, a no salir viva, a no poder contar que vio la muerte muy de cerca, en la cama de al lado, en la fría habitación de hospital donde durante una semana ha peleado por respirar. Carmen pensaba esos días muchas cosas, entre ellas, cuando podrá volver a ir cada día al cementerio a rezar a sus ángeles en el cielo.
A las pocas horas de ingresar en planta en el HGUCR, a finales de marzo, con síntomas en su cuerpo de tener «eso», el virus que es incapaz de pronunciar, su compañera de habitación falleció delante de ella, llamando a su hija sin descanso «porque estaba muy sola y malita». En ese momento, Carmen Fernández, a sus 82 años, se dijo a sí misma, pues ya está. «Pensé si tengo que morir aquí sola, sin que pueda venir ninguno de mis hijos a despedirme, pues que Dios me ayude».
Cuenta con aplomo y serenidad, de forma lenta para no fatigarse, esta experiencia. Es una mujer fuerte, paciente, que ha superado con su edad y sus achaques un revés muy importante y no menor en estos días. Ha bordado su nombre en esa gran lista de curados, de personas que, pese a haber vivido momentos tan delicados, de haber soportado el dolor, la soledad y la impotencia, regresan con fuerza.
Empezó a enfermar justo dos días después de llegar a la casa de su hija, de cerrar la puerta de la suya en Ciudad Real donde vivía hasta hace 12 años con su marido, en el hogar en el que ha criado a sus cuatro hijos y en el que tanto ha bordado a mano, entre otras cosas, cientos de faldas de manchega, desde los 17 años. Ha sido y es costurera. «Mi hija se empeñó en traerme para que no estuviera sola y fue llegar y empezar a encontrarme mal, se pasa fatal, no puedo decir otra cosa; tuve mucha fiebre, vómitos y diarreas, pero lo he superado, que ya es mucho, porque hay mucha gente de mi edad y más jóvenes que por desgracia no lo pueden contar». Ella lo cuenta tranquila, con una sonrisa.
Recuerda aquellos días intensos, con las dos compañeras de habitación con las que estuvo hasta su alta, hasta el final. Habla del «trato maravilloso» que le dieron los sanitarios en todo momento, de las llamadas de sus tres hijos, sus nueve nietos y de todas sus amigas que vivieron en vilo esos días esperando una mejoría. Se acuerda del tratamiento tan duro al que estaba sometida, siete u ocho pastillas en cada comida y de la mella en el estómago que le produjo alguna de ellas. «Yo no sé cómo pero desde aquel mediodía que murió aquella señora, dije pues me puede tocar a mí también y se ve que me entró una paz y una tranquilidad muy grande. No puedo explicar por qué, pero hasta que me dejaron ir no estuve nerviosa».
Esos días seguía pensando muchas cosas que no recuerda si se las llegó a contar todas a su hija. «Pensaba en que la tenía que llamar para explicarle dónde tengo lo de los muertos, para que lo supiera y no se volviera loca buscando los papeles cuando me pasara algo; fíjate en lo que llegas a pensar, porque claro se vienen muchas cosas a la cabeza».
Ahora su mente está en otro lado, en recuperarse del todo y en el día en el que abrazará a todos, especialmente a sus dos biznietos «preciosos», y en volver a su casa y a su rutina, a sus bordados y a ir a diario al cementerio, tal y como hacía desde que murió su primer nieto hace 23 años, con solo cinco años y medio. «Parecía que no iba a faltar nunca a mi visita diaria y ya llevo más de un mes, qué cosas tiene la vida».