En Arenales de San Gregorio la mayoría de familias y paisanos proyectan su sombra en el campo, viven de él. Agricultores que trabajan siempre agachados, habitantes de un país deslomado. Es tiempo de vendimia
Gregorio es el presidente de la Moncloa. Fue sombra durante más de 80 vendimias. Él y Pedro no paran de contar, hablar, hacer callar y manejar la conversación de los demás. En dos bancos de piedra del paseo del parque de Arenales de San Gregorio, al cobijo de grandes pinos y frente al bar de la piscina, se reúne cada día a media mañana el parlamento, más de una docena de vendimiadores de antaño, jubilados, hombres de espuerta y tijeras de cuando ellos, sus padres y abuelos recogían la uva con mulas y carros y el pueblo era una algarabía de sabor dulzón. «La vendimia ya no es lo que era, ahora se hace con máquinas y está todo emparrado y la gente vuelve a comer a sus casas y ya no vienen familias de jornaleros de Andalucía como venían, que dormían con nosotros en nuestras casas». Treinta autocares cada temporada dice el presidente que llegaban.
Son parroquianos de bastón y sombrero de cientos de días de asueto, gente de bien que ha agachado el lomo para recoger la uva más de lo que debía, cuando no había seguros que paliaran el llanto por el pedrizo que caía y cuando molían en sus casas la uva para hacer el vino en tinajas de barro. Agricultores, gentes de campo que trabajan siempre agachados, habitantes de un país deslomado. Son la memoria colectiva de un pueblo en pleno corazón de La Mancha que vive casi en exclusiva de la viña. «Arenales da buen fruto porque tiene muy buena tierra, siempre se ha dicho que de aquí ha salido el mejor vino y venían a comprarlo de Madrid y de muchos sitios, puerta a puerta», cuenta Gregorio y compañía, mientras repasan en voz alta los días sin descanso, los riñones doloridos, los almuerzos en el campo, el trabajo a destajo y las guapas vendimiadoras con las que por las noches alternaban. «Nos conocen como la Moncloa porque aquí debatimos de todo, de lo que pasa y de lo que no». Son sombras de un país con la uva como única religión.
En Arenales hay un tractor en cada puerta, racimos de historias de sol a sol y moscas pegajosas a espuertas. Es temprano, pero el chascarrillo y la noticia que no corre, vuela. El sol empieza a iluminar el paseo, hace fresco, en la terraza del único bar del parque van y vienen los primeros cafés. Juliana abre los grandes portones de su casa para que su marido y su hijo saquen los tractores para enganchar los remolques. Han finiquitado el melón y ahora toca la vendimia. «Aquí no se para, es de lo que vivimos». Cerca del 80% de las familias de Arenales proyectan su sombra en el campo, viven de él, de la uva, el melón y la cebada, porque tienen tierras, porque las arriendan o porque los contratan.
Los vendimiadores
Son las siete y media de la mañana y en el municipio de poco más de 650 almas sólo se escucha el ruido de los grandes motores. La única tienda de comestibles, la de Iván el alcalde, está cerrada, como el casino que atiende Fran en la plaza de España; también la papelería, el banco donde trabaja María, el consultorio médico y una casa rural que se llama ‘La vendimia’. A esa hora sólo emite luz la gasolinera y la cooperativa que durante más de medio siglo fue de San Gregorio y la absorbió no hace mucho la gigante Virgen de las Viñas.
Los jornaleros enfilan apretados en coches la CR-1222 hacia las parcelas, para poder regresar a la hora de comer y echarse un rato la siesta. La nave blanca y añil, donde la agencia de contratación temporal pone cama y servicios a los temporeros marroquíes y rumanos, ya está cerrada. «Ellos salen antes de las siete, vienen a recogerlos los agricultores en los remolques y ya van a destajo todo el día», relata Manuel Vela, que con sus zapatillas de barro del día anterior inicia el repostaje de su tractor.
En familia está a no más de dos kilómetros del pueblo Manuel López de la Rica y sus seis sombras. Empezaron la recogida manual de 22 hectáreas de airén a principios de semana. Tiene 72 años, heredó las viñas de sus padres y ahora ya son de su hijo José Manuel. Un relevo generacional lógico no exento de dificultades. Algunas cepas tienen más de 45 vendimias y toca renovarlas. «Eso cuesta mucho porque en cinco años no les sacas nada pero igual que a mí me pasó en su momento, ahora le toca hacerlo a mi hijo, con la diferencia de que antes teníamos con lo que sacábamos del campo y ahora él se tiene que meter en los bancos». En la parcela están estos días vendimiando tres generaciones, Manuel, sus hijos José Manuel y Maribel, de 33 y 41, y sus nietos Sonia y Diego, y algunos amigos como Sheila, que lleva 20 años sufriendo las agujetas de esas cepas. «Ni me gusta ni no, hay que hacerlo, yo también me he criado entre viñas», dice la nieta de Manuel, una adolescente de gorra, pañuelo y sonrisa tímida.
Lo peor, más que el dolor de riñones, los madrugones o la amenaza de tormentas, son las dichosas tablillas, que van minando el sueño de José Manuel de vivir del campo, de ser siempre la sombra de sus viñas. Pasan las horas y cae su uva en los capachos y de ahí a la pala y de ahí al remolque, con la banda sonora de la radio, el agua del botijo, las historietas y algún que otro cigarro.
«En Arenales hay mucha gente joven como yo que se ha tirado al campo, porque es más fácil cuando tienes tierras y porque es lo que hemos mamado y el que ha querido estudiar o trabajar en la industria se ha tenido que ir a Tomelloso, Pedro Muñoz, Criptana o Alcázar». Miguel Ángel tiene 34 años y está vendimiando con familiares y amigos en la parcela colindante, le echa una mano su padre Ángel, recién jubilado. El campo ha sido y es su vida, no ha querido dedicarse a otro cosa que no sea la viña. «La vendimia es dura, sobre todo cuando viene un año guarro por la lluvia y hay que cogerla sí o sí porque sino se pudre y trabajas con el barro y empapado, pero es así». Dependen en todo momento del color y la luz del cielo.
Tanto a su padre como al de José Manuel les hubiera gustado que tiraran para otro lado. «Ojalá y hubieran tenido otro escape o les hubiera gustado estudiar porque esto es muy sacrificado, el campo siempre ha estado mal pero ahora está peor, es penar porque los costes son el doble y el precio de la uva es el mismo que hace 15 años, porque ellos quieren, aprovechándose de que es perecedera», dice Manuel, que reconoce que aunque con los animales se iba más lento y no se sacaba el mismo rendimiento que con la máquina y el tractor «se vivía mucho mejor, se sacaba más dinero».
La vendimia es sudor, esfuerzo, dolor, es la tierra y el sol en el cuerpo; son arañazos en las manos, agujetas, arrugas en el rostro, familia y amigos, recompensa. Es la vida en pueblos como Arenales de San Gregorio y una pasión en el corazón de Marta Lara, la mujer agricultora más joven del pueblo y posiblemente de la comarca. Tiene 22, pero las tierras y los derechos los posee desde hace año y medio. Marta está de recados en el pueblo, es media mañana y se ha escapado de la cuadrilla en su coche color uva tinta.
Estudió un módulo de comercio y marketing en Criptana, es hija y nieta de agricultor y para ella el campo es, con sus luces y sombras, libertad. «He crecido y jugado entre las cepas, sé perfectamente lo que es esto y a mí me encanta, es un poco estresante sobre todo en verano que te tienes que quitar de viajar y que por las noches estás muy cansada, pero yo soy mi jefa, no dependo de nadie, echo muchas horas pero son para mí».
Su novio es de Pedro Muñoz pero ya trabaja con Marta y su padre y la intención de la pareja, lejos de huir de la tierra, es quedarse en ella. Su objetivo es crecer, ampliar la plantación de viñas, melón, cebada y olivar para que dentro de un año cuando termine de levantar su casa puedan vivir las dos familias. «Mi madre es la que quería otra vida para mí, pero al final es mi elección».
La memoria de Arenales
La casa de Jacinto Escribano en la calle Batán se ha ido haciendo sobre los cimientos del cocedero de su suegro, una casilla de labranza con dos habitaciones divididas imaginariamente, una para cuadra y la otra de cocina-fogón con un camastro a cada lado. Allí el padre de María Josefa guardaba como la mayoría de vecinos de Arenales ocho tinajas de barro donde echaban la recolecta de la uva cada septiembre, porque el vino se hacía y se vendía, como era menester, en las casas.
En una sala de estar de sofás, enseres, fotografías antiguas y friso de baldosas, Jacinto de 83 años dispone a sus anchas de la charla. Fue uno de los primeros trabajadores de la cooperativa de Arenales de San Gregorio que se fundó hace 60 años, una de las pioneras en la comarca. Cuando no había tractores, él araba y hacía cargas de uva a los socios en seras de esparto con su mula y su carro. Después llegó la maquina y se convirtió en el tractorista oficial de aquellos parajes. «Dormía en las quinterías, a la sombra de los árboles y le hacía la faena a muchos agricultores ¡Menudos años!»
Jacinto mantiene unos picos de uva en el pueblo para seguir siendo socio de la cooperativa. El campo le ha dado una buena salud, no se toma ni una pastilla, las suyas y las de ella se las toma María, su mujer, de 81 años, la vendimiadora criptanense a la que echó el ojo hace 65 años. «Me engañó. Iban tres siempre y a mí me gustaba la del medio y ella iba en una orilla, pero como me arrimé para hablar de la otra al final me quedé con María Josefa». Y de un amor nacido entre uvas, surcos y parras, a los viajes interminables en bicicleta sin farol a la luz de la luna para verla a Criptana.
Arenales fue colonia, estuvo desde que se fundó hasta 1999 a la sombra de Criptana, un pueblo que creció alrededor de las primeras tierras que sembraron varias familias de colonos agrícolas de este municipio, como el padre de María Josefa. «Ellos tenían aquí viñas y veníamos la familia a recogerlas, pero yo siempre me ponía mala en vendimia», ríe de lo mal que se le daba. De aquel tiempo queda en pie la casa, con una parra pero sin tinajas.
La luz del sol hace horas que campa a sus anchas por las calles de Arenales, donde ya no hay tractores y más de la mitad del pueblo está con el lomo doblado haciendo sombra en un mar de viñas. Mari Jose sale de comprar el pan de la tienda de Iván Olmedo, en el casino comienza el movimiento de jubilados y gente de la construcción y en la Moncloa, bajo los pinos, hay como cada día asamblea de un país con un presidente y unos ministros que ya han doblado el lomo más de lo que pudieron.
Reportaje gráfico de Pablo Lorente www.pablolorente.com
Publicado en La Tribuna el 23 de septiembre de 2018