Teatreros, comerciantes y hosteleros, amas de casa, jubilados y jóvenes del pueblo salen a escena para narrar su relación, a veces de amor a veces de odio, con el festival, el pan que besan agradecidos
Les dijeron que soñaran y se dejaron llevar, sudando mientras apuntalaban un techo de estrellas brillando a cielo abierto. Empezaron a escuchar durante días y noches de embriaguez y tentación que la vida es un sueño, una sombra, una ilusión. Con no mucho esfuerzo asimilaron que morir es dormir y se pusieron a trabajar sin descanso para que el aplauso final fuera atronador. Y soñaron. Aprendieron a abrazar la ficción, a amar el verbo libre y la interpretación, a criticar el exceso y saborear la armonía y prestancia sobre vetustas tablas, sin perder la esencia de lo que son. Así empezaron a levantar todos a una los escenarios de un futuro prometedor.
Algunos no habían nacido cuando Almagro subió por primera vez el telón, otros han crecido, aprendido y madurado con el sueño de cuarenta y dos noches de verano que han venido a ser para un pueblo entero una maravillosa revolución. Hablan Nieves la del Refugio y Antonio, el más teatrero, Pablo, el del Gil; Timoteo, de la Blanca Doble y Mari la de Colas, junto a maestros, músicos y hosteleros, comerciantes y cineastas, hasta el alabardero mayor del reino; Conchi la del Corral, artesanos, enterradores y gente joven del pueblo. Cervantes hubiera hecho su mejor entremés con todos ellos.
Les toca salir a escena. El que más y el que menos besa el pan, agradecidos como están a las mieles de un éxito colectivo y a la influencia de lo conseguido en sus vidas. Son una veintena, hombres y mujeres de distintas edades, en una pequeña sala que imita un escenario con sus palcos en el Museo Nacional del Teatro, entre prisas y sin atrezzo, a pelo, moviéndose bajo unos focos y entre unas bambalinas que muchos pisan por primera vez. Son personas anónimas, no les precede la fama, pero han visto latir y moverse con furia los vestidos y ropajes que ahora cuelgan de los maniquíes sin alma del museo.
«Decían que trabajar con Marsillach era muy difícil porque era muy exigente, pero yo lo llevaba estupendamente». Nieves Martínez ya no quiso seguir siendo actriz, pero lleva el teatro en su alma, en su corazón y en su forma de ser y encarar la vida. Es desde hace años comerciante en su Refugiarte. Su casa de patio manchego está llena del envoltorio de los personajes del Siglo de Oro y es Sor Juana en la portada de este especial. «En mi vida el Festival ha significado mucho y diferentes cosas, según las épocas». Entró en su maquinaria en 1986, el año en el que la Compañía Nacional de Teatro Clásico empezaba a actuar en los Dominicos y después en la plaza de Santo Domingo. «Los almagreños peleamos mucho para que se quitara ese escenario de la calle, aunque luego se volvió a instalar como Miguel Narros, igual que hemos peleado las asociaciones y grupos de teatro para que se nos tenga en cuenta y no se nos de lado ese mes, ahora vivimos un momento dulce». Todas colaboran activando su engranaje.
Aprendió algo tan importante como es afianzarse en lo que ya era y quería ser, con sus momentos «de amor y odio» a un acontecimiento que ha supuesto mucho en la vida de cada almagreño, a los que ha dado gloria y desamor. «No puede ser de otra manera después de 42 años conviviendo con él. Es un ente vivo y por eso genera en nosotros, que vivimos 48 horas al día con él, todo tipo de sentimientos». Amor, respeto, cariño, admiración, odio, enfado, distanciamiento y pasión.
Sale a escena el lotero. A unos metros de su tienda de ropa y complementos, entre el teatro municipal y la plaza Mayor, está la Administración de Lotería El Alabardero del Rey, una ventanilla desde donde su propietario, Vicente Ruiz del Valle, ha despachado a todo el que ha pasado y ha trabajado en el festival. Tuvo «la gran suerte» de dar en julio de 1992 un premio importante de la Lotería nacional. Entre los agraciados, había un joven del equipo técnico del festival. «Fue una alegría y tengo un grato recuerdo, además ese mes se pone a la venta la campaña de Navidad y la gente que viene aprovecha para comprar, es un mes muy bueno para el comercio y la hostelería».
No es especialmente aficionado al teatro, ha ido muchas noches invitando o invitado. Si se tiene que quedar, se queda con aquellos inicios de un pueril festival. «Cuando empezó era una maravilla, yo alternaba con muchos actores y actrices, recuerdo a Aitana Sánchez Gijón a la que le guardaba los periódicos en mi kiosco, y luego tomaba vinos después con ella y con Echanove». Un festival más de piel.
A él, como a todos los que eran jóvenes en aquella época, les propusieron encandilarse con el arte de cientos de noches en verso, con el ruido de espadas, conjuros, cortejos, brindis y amores de capa y con lo que todo eso les iba a traer. Tanto que para algunos de ellos el festival iluminó el camino de sus destinos. Se entregaron a algo que los ubicaba en el mundo, sin remilgos.
En el callejón del Toril tiene su taller Luz Palacio, artesana. «¡En mi caso ha supuesto un negocio boyante, estoy forrada! Pero forrada de sentimientos, de alegría y mucha felicidad en general, de eso soy rica», confiesa. «Para mí ha significado mucho, ha sido un referente para la gente que nos dedicamos al teatro por la posibilidad que hemos tenido en el medio rural de tener contacto con esas grandes compañías, actores, directores y escenógrafos. No hubiéramos podido desarrollar nuestro trabajo igual sin esas referencias». Antonio León es hombre de teatro, director de la compañía Corrales de Comedias que hace posible durante todo el año que los almagreños mamen la interpretación desde pequeños, con campañas para estudiantes y representaciones en el Corral.
Ellos se encargan de mantener viva la voz de los clásicos, porque Almagro no empieza ni acaba en julio con un hashtag en las redes sociales, ni la presencia de hombres y mujeres de negro en bicicleta, Almagro es teatro todo el año. Se vive, se habla, se mama en cada casa.
El teatro en cada casa
Timoteo, Rosario o Nieves lo saben bien. Jubilados y amas de casa, a los que Juan Pedro de Aguilar, director a principios de los 90, implicó en el desarrollo del festival. «Él quería que esto fuera de y para el pueblo, que la gente lo sintiéramos como nuestro y que fuéramos los que trabajáramos y ayudáramos a levantarlo», porque así tiene que ser para que un proyecto eche raíces fuertes en el lugar en el que nace y madura.
Para Nieves González ha sido como vivir otra vida. «Hemos participado en muchas cosas, hemos estado más de diez años dentro del festival y he conocido a gente importante y he hecho amigos de la farándula que conservo. Éramos tres peñas de Carnaval y él quiso que lleváramos la gestión de los bares de los espacios, portería y acomodación». No se le olvidan aquellas noches de conversaciones con los actores después de las obras, de lipotimias entre el público por el sofocante calor, de las meteduras de pata, de los gritos en Fuenteovejuna y el juego de bancos de la Verdad Sospechosa, de empezar a amar y a ver la vida con las lentes bohemias de la cultura, sin haber leído antes jamás un texto de Tirso o Calderón. «Mis cuatro hijos han trabajado todos en el festival, el mayor empezó en la carga y descarga e hizo del teatro su profesión, ha llegado a ser director técnico de la Compañía Nacional y lo es ahora del Ballet Nacional de España».
Rosario Fernández guarda un recuerdo muy grato de La Gran Sultana, de aquellos jóvenes Silvia Marsó y Héctor Colomé, con vestuario e iluminación de Carlos Cytrynowski en el Hospital de San Juan. «Les hacíamos un té y salían después de cada obra los actores a tomarlo y hablábamos con ellos. Este mes ha sido y es muy especial», un paréntesis en la vida del pueblo.
A Timoteo Molina no se le olvida septiembre del 78, cuando el festival eran unas jornadas sobre teatro clásico que se celebraban acabado el verano, el germen de lo que estaba por llegar. «Por aquel entonces aprendí mucho de teatro, luego estuvimos trabajando las comparsas durante años, había que hacer muchos oficios en cada espacio, hasta el punto de que llegaba Adolfo Marsillach y te decía que te sentaras en una butaca al lado de una personalidad como parte del público».
Una experiencia que finalizó para ellos con el inicio de un festival más profesional y más metido en sí mismo, con menos destellos en las calles y otro tipo de relación con la gente del pueblo, más distante. Empezaron a recortarse las grandes inauguraciones que sacaban a todo Almagro a la calle para rugir con La Fura y Els Joglars como preámbulo de treinta noches de copas y alterne con gente de la farándula en el Ágora, para acabar con Veneno en Urgencias hasta el amanecer, y así de lunes a domingo. «Había ambiente todos los días, daba igual que fuera lunes o martes». La maquinaria del festival se profesionalizó y las puertas de Almagro se fueron abriendo al espacio internacional hasta el punto de ver a Tim Robins en una mesa del Gordo tomándose un lunch. Creció y maduró el festival y con él su relación con Almagro.
«Yo por ejemplo no he sido asidua a las obras, pero he ido mucho y tengo que decir que antes era más clásico, ahora los montajes son más modernos, diferentes. No es a lo que yo estaba acostumbrada, ahora se desnudan y ‘pin, pan, pun’». A Mari Carmen Gómez le apasiona el folclore, pero no el de algunos montajes, para gustos los colores. El festival es para ella su adolescencia y el recuerdo de las veces que la dejaban colarse en el Corral para ver las obras desde una esquina o una silla que quedaba vacía.
Generación #almagro42. Hay familias enteras que han vivido el festival desde dentro y hay almageños a los que el teatro les ha servido de verdadero acicate en sus motivaciones. Son los más jóvenes, gente que ha nacido en el festival, muy activa, con una gran inquietud por las artes, la cultura y la escena, por deslumbrar ya desde la cuna donde se encienden los focos que activan mentalidades abiertas y críticas, que narran el #FestivaldeAlmagro en las redes sociales.
Elena Bautista es operaria de turismo, da clases de idiomas en la Universidad Popular y es integrante de la Coral, como ella muchos almagreños que nacieron ya con el festival lo perciben como un terremoto cultural en sus vidas. «Ha sido un gran impacto, tener contacto con el teatro clásico desde muy pequeñita, ver a actores y conocerlos, es estar esperando para que llegue este mes y disfrutar de todo lo que nos aporta. Ha sido y es la base de nuestra educación, nacimos en el teatro». Para Conchi González, es un enriquecimiento personal y humano. «Han sido décadas de amistades que conservo». Ella es el primer rostro que ve el turista al entrar al Corral de Comedias, en la taquilla, la guardiana del templo cervantino, su segundo hogar.
Miguel Calzado o Marko Montana, el primero se lo puso su madre y el segundo él para trabajar, es productor audiovisual y asegura que el festival ha sido su fuente de inspiración. «Yo he nacido con el festival ya madurado y me ha servido para darme cuenta de lo que es ser artista, una forma de vida, no sólo ese ratito que transcurre durante la representación, sino todo lo que lleva alrededor». Muy parecido a lo que le sucedió a Álvaro Ramos, locutor en la radio local y consumidor de teatro. «Es el germen que hizo despertar las inquietudes culturales en mí y con los años ha sido una oportunidad de enriquecimiento por la cercanía que he tenido con actores, directores con toda la gente que ha venido al festival».
Un sueño que todavía dura para una generación en la que se encuentra Paloma González, galerista, a quien el festival le ha llevado a conocer otra parte de la cultura que no estaba relacionada con su familia, como lo está el arte. «Me ha permitido involucrarme con gente que no había en mi entorno». Puro conocimiento, como el que tiene del ambiente festivalero Pablo Jiménez, propietario del bar-restaurante Gil en la Plaza Mayor. «He convivido con técnicos y actores en el trabajo y a título personal me ha aportado mucho como ser humano, me ha hecho crecer como persona. Mi juventud ha sido muy buena en ese sentido, una convivencia muy sana, siempre he estado deseando que llegue el festival, porque son tus clientes y luego, amigos». Y a los que no les ha cambiado la vida, les ha llenada el alma. «Es ambiente, movimiento, dinero que entra para el pueblo, es muy bueno, aunque a mí en lo personal no me ha influido», sentencia Domingo Ruiz, el sepulturero.
Salen de escena. Sus rostros son un cúmulo de recuerdos, fechas y nombres; sus ojos un acopio de fotografías y sus labios encierran un maremagnun de conversaciones sobre una obra que para ellos es inmortal. Todos viven en un interrumpido festival de emociones, encuentros, vivencias, rupturas y reconciliaciones, como el enamorado que entrega sin condiciones lo mejor de sí mismo al ser amado.
El festival ha transformado sus vidas, es indudable, igual que ellos lo han levantado y engrandecido, aunque a veces la relación entre ambos haya sido fría como los besos en la nieve, pero es que el amor sino es una locura, no es amor.
Reportaje gráfico de Pablo Lorente www.pablolorente.com