Las minas de Fontanarejo, Arroba y Puebla llevan coleando años. Los vecinos de estas localidades de Ciudad Real temen que estos proyectos sean sólo humo sobre la cruel realidad de la España vaciada
Faustino Erante habla con retranca, bajo un sombrero de ala bien puesto, con chaqueta de lana, 83 inviernos y los pies en el suelo. «Aquí somos todos mayores, la gente se va y los jóvenes que quedan no tienen trabajo y a ver si ahora nos van a ver en el periódico aquí sentados a los viejos y nos van a decir que nos pongamos a trabajar, que no estamos haciendo ‘na’!» Ríe, calla y se prepara para volver a arrancar.
En el centro de la España vaciada no hay remedio peor que la enfermedad de la soledad, el tiempo detenido y la muerte de la esperanza a pellizcos. Lo sabe quien fuera durante décadas el panadero de Arroba de los Montes, el hombre que cuenta ya los días en siglos, vecino como es del silencio y colega de un banco de piedra a la sombra de la iglesia llamado pasatiempo. «Que van a montar una mina lo llevan diciendo mucho tiempo, todo lo que sea bueno y no nos perjudique bienvenido sea, porque esto está fatal, cada vez peor, parece que estuviéramos viviendo fuera de España», dice Faustino. A años luz de este país, viéndolas venir y sin noticias del dios que les traiga una pizca de progreso.
Faustino, como muchos de los habitantes de la tierra en la que llegaron a latir más de mil corazones, vive a espaldas del metal, a un kilómetro y medio del monté público de Riofrío, del yacimiento ‘Pochico’, el lugar donde dicen que hay titanio, zircón y turilo para vender y regalar, para abrir una mina a cielo abierto, para explotarla y extraer los minerales con los que se fabrican aviones o helicópteros. También, opinan muchos, para fijar población y dar a Arroba y su vecina Puebla de Don Rodrigo una solución viable a una muerte lenta, a su acuciante despoblación.
«Si hubierais venido hace diez años o si volvéis dentro de cuatro encontraríais lo mismo, nada. Es la misma cantinela, pero ojalá y me equivoque y haya mina porque es una posible salida para que el pueblo no se venga a menos, pero no se va a hacer. Yo era un crío cuando ya se hablaba del tema y tengo 29 años». Antonio Rodríguez es bombero forestal, trabaja en los montes donde se explotaría la mina. Nació allí, vive allí y allí quiere permanecer, pero lamenta que el proyecto de la mina, de momento, sea sólo humo que cae a plomo sobre una cruel realidad.
En el municipio de poco más de 400 personas censadas, con una tienda de comestibles, sin taller mecánico ni gasolinera, algunas pintadas en las fachadas de ‘no a la mina’ permanecen desde hace casi dos décadas, cuando se empezó a hablar de que Arroba tenía titanio y que había que explotarlo. Hasta dos veces se llegó a rechazar el proyecto, en 2004 y 2013. Otros han colgado sábanas con frases en los balcones, como la que ha puesto Julián Fernández en su casa de dos plantas, detrás de la iglesia, del banco de piedra donde los parroquianos gastan las horas del día suturando el paso de la vida. «Estoy totalmente en contra. Yo no creo que la mina sea el proyecto que necesitamos, se van a cargar la caza y la naturaleza que es lo que a mí me gusta».
Jesús García tiene 39 años, es vecino de Arroba, y es, como Julián, muy reacio. «No es una alternativa sostenible de futuro para estos pueblos, para empezar porque está al lado de una ZEPA, por el ocultismo con el que se ha hecho todo y luego que hay otras soluciones más sostenibles para ganar población en el pueblo, que viviría pegado a una escombrera». En las calles no hay movimiento, no hay ruido, no hay chiquillos corriendo. De comprar en la tienda sale Soledad, muy crítica a sus 72 años con los que no quieren ni han querido nunca la mina. «Es una pena como está esto, tendríamos colegio, autobús y no tenemos de nada».
Si piensan en su situación, desesperan. Si hablan de más y sentencian, pecan. Si se resignan, pierden y si bajan los brazos, mueren. «Yo no me quiero ir de mi pueblo, quiero vivir aquí y jubilarme en Arroba pero es que cada vez hay menos vida, por eso pienso que si saliera adelante ese proyecto nos vendría bien a todos, porque se generarían negocios en torno a esa actividad, pero es que ya ni nos lo creemos». Es lo que opina Julio Ortega, que a sus 31 años tiene los pies más fuera de Arroba que dentro. Muy rápido, para que no se acabe yendo, tendría que llegar la explotación minera.
Con vistas a los terrenos que dibuja una línea imaginaria sobre un mapa, en la maltrecha carretera que une Arroba con Puebla, de curvas y grandes socavones, no hay carteles de mina, no hay señales a alguna parte, no hay pasado minero, sólo de vez en cuando llegan los ecos de algún titular que otro en los medios, acompañados de las visitas de los ecologistas hablando en plata. Desde el asfalto se intuye a lo lejos el terreno en el que se asentaría la planta mineralúrgica, sobre un paisaje desdibujado y con límites tan efímeros como el rastro que deja el humo flotando en el aire, pidiendo tierra. «Aquí no ha venido nadie de la promotora ni de la Junta a explicarnos nada, ni los puestos que se crearán, 70 dicen, no hay Declaración de Impacto Medio Ambiental (DIA) ni positiva ni negativa y lo normal es que los vecinos votemos lo que queremos», dicen en Arroba. Lo poco que saben es que afectará al río Guadiana, que se perderá una zona importante para determinadas especies y que notarán las voladuras. «Por lo demás, no hay nada».
A dieciséis kilómetros de allí, en Puebla de Don Rodrigo, se agarran a cualquier tipo de esperanza. No se ven en las calles pancartas ni pintadas en contra de la mina, sí opiniones críticas como la de Manuel, el jardinero, que no quiere ni oír hablar del proyecto. «Ahora están muy callados porque les interesa no decir todo los perjuicios que nos va a traer». Eso él, porque Abraham el panadero, Carmen y Gregorio quieren que el titanio les saque de la despoblación, atraiga gente y consolide el desarrollo de una de las zonas más deprimidas de la provincia.
Niebla en Fontanarejo
Dicen que el catalán de los pistachos de Fontanarejo debe estar que trina. Le gustó el pueblo y compró terrenos y si se hace la mina todos los pistachos van fuera, la explotación entera. Pero ahí siguen, intactos después de años, creciendo rectos y sólidos a la sombra de El Morro del Águila, a los pies de la tranquila Fontanarejo, el pueblo vecino de Arroba que cada 30 de abril recibe un ataque masivo de humo, del encendido de lumbres de las Luminarias, las fogatas de romero verde que se prenden en cada puerta, en cada esquina y por cada familia para purificar las almas. A unos tres kilómetros, en la tierra de los pistacheros, se habla de otra mina a cielo abierto con una vida útil de 35 años para sacar fósforo, un mineral esencial en la agricultura.
En el pueblo de 200 almas también se pintaron hace décadas frases de ‘No a la mina radioactiva’, ‘Muerte y destrucción’. «La paciencia es la virtud de la esperanza, pero aquí nadie ha traído esperanza», reza Eloy Muñoz Martín, alcalde del 79 al 83. Desde entonces hasta ahora el pueblo ha bajado medio millar de habitantes, ya entonces el proyecto estaba sobre la mesa. «Se hicieron los sondeos y los estudios pero no se ha explotado ¿Qué vendría bien? pues claro, si no estos pueblos se mueren y digo yo que en el siglo que estamos se haría con todas las medidas de seguridad».
Eloy Muñoz Trae a la memoria cuando se realizaron las prospecciones de la mina, cuando los trabajadores comían y dormían en Fontanarejo y se dejaban los dineros en el pueblo. «Es que ahora parece que los terrenos donde se quiere abrir la explotación son Disneyland, pero no los conocía nadie».
María Dulce Alcaide es ama de casa y se ha pasado la vida trabajando y cuidando a su hija Bibiana, que tuvo cáncer de muy cría, le daban meses de vida y lleva ya más de veinte años sonriendo a la vida. Ella y otra vecina de 30 años son las más jóvenes del pueblo. «Yo entiendo que haya gente que no quiera, pero es que quienes no quieren, quienes tienen puestos los carteles, son gente que vive en Madrid o Barcelona, se compró aquí su casa o parcela y vienen de pascuas a ramos, pero el resto del año cómo se mantiene el pueblo, de qué vivimos los que estamos aquí. Los del ‘no’ son una minoría silenciada», comenta Dulce muy a la catalana.
«Es hablar por hablar, porque a diario esto no se comenta, surgió el tema hace unos cuatro meses cuando comenzó otra vez a salir en los medios», reconoce un grupo de mujeres. En Fontanarejo continúan igual, sin noticias del más allá, comprando humo a espuertas, a vueltas de la historia interminable, de la que les contaron hace más de 30 años cuando iban a abrir una mina que iba a dar trabajo y futuro al municipio entero.
El proyecto recibió no hace mucho la Declaración de Impacto Ambiental positiva, sobre una superficie de 1.200 hectáreas, en una zona de campeo y alimentación de buitres negros, a diez kilómetros del Parque Nacional de Cabañeros y con una necesidad total de agua al año equivalente a cerca de cien piscinas olímpicas. Por lo demás, dicen que nadie ha ido explicarles nada más.
Fumata blanca en Abenójar
Entre Abenójar y Almodóvar del Campo también se fragua una mina. Una explotación para extraer un mineral estratégico: el wolframio, con alto riesgo de falta de suministro, para construir teléfonos móviles, placas de circuitos o instrumental odontológico. Miriam Díaz e Irene Sánchez tienen 27 y 25 años y ven este proyecto para el pueblo «estupendo». «Nos gusta vivir en Abenójar, tenemos de todo menos trabajo y consideramos que algo de esta envergadura servirá para generar riqueza y si se pudiera, trabajaríamos en la mina».
Es el proyecto más avanzado, con fumata blanca. Fue autorizado en diciembre de 2015 después de que comenzara a tramitarse en la anterior legislatura, y en agosto de 2016 recibió la primera concesión para la explotación minera, con una declaración de impacto positiva.
Ahora bien, el proceso se vio alterado hace unos meses por la suspensión cautelar después de que el Tribunal Superior de Justicia de Castilla-La Mancha admitiera el recurso de uno de los propietarios de las fincas que tienen que ser expropiadas. De momento, sin más noticias de dios.
En el lugar donde reina la ausencia, nunca pasa nada. En la tierra de niebla y luminarias, de atardeceres inmensos, de olor a tomillo e infinitos pinos, de gallinas viejas que dan buen caldo, de grillos y cencerros, de monte, sierra y olivos, el acecho de la huida y el vacío lo está destruyendo todo. Hay más muerte que vida, más pasado que futuro y poca esperanza en medio del campo. Abenójar tiene ya prisa, ve la mina a la vuelta de la esquina. En Arroba, Puebla y Fontanarejo hace tiempo que entraron en bucle, que viven en una permanente historia interminable de proyectos mineros que no despegan, que de momento son sólo humo que cae a plomo en un parte de la España cada vez más vacía.